Sobre un océano dorado
descansa un sol ahogado
pidiendo descanso eterno
a la luna o al infierno.
¡Pobre y agotada luna
que acude a sus súplicas!
Se agacha menguante
recogiendo al sol en creciente.
Mece y mece al astro sin cesar
arropándolo y dejándolo descansar
cayendo su manto sobre las estrellas
sintiendo envidia todas ellas.
Despliega sus rayos un nuevo sol
y la Luna desaparece en el cielo,
desagradecido el reforzado sol
que la obliga a ayudar en su son.
Mas no importa, tierna luna
pues es dichosa la fortuna
y tu orgulloso enamorado
cada noche regresa a tus manos.
¡Qué cruel destino aparenta!
Siempre duerme cuando despiertas,
pero un respiro de alivio existe
y a veces tus oraciones asisten.
Besos ligeros en eclipses fugaces
cual suspiros en bailes de disfraces
alimentan la esperanza perdida
de ver por fin vuestra existencia unida.
El rincón de Zenrok
Un lugar para escapar un rato de la realidad, donde puedes dejar volar tu fantasía y unirte a los fantásticos personajes mientras viven sus aventuras. Contaremos las andanzas de varios aventureros sedientos de guerra, ansiosos por encontrar el amor, deseosos de conocimiento y siempre incansables en sus búsquedas. Además aparecerán relatos de todo tipo, traídos desde los rincones más secretos y exóticos de la mente humana.
Si desean realizar alguna petición, sugerencia o crítica, no duden en enviarla por correo a zenrok.daikur@hotmail.com
Como peticiones acepto:
- Poesías o cartas que quieran expresar algo.
- Un relato de algún género en especial (no importa cuál, solo pidan).
Gracias por su tiempo y disfruten.
miércoles, 17 de febrero de 2016
miércoles, 21 de octubre de 2015
La camarera I
En
el pequeño bar de la esquina, donde cada día se reúnen los
habituales clientes, trabaja una camarera especial. Al amanecer llega
para abrir la puerta y preparar todo, hasta el momento en el que
llega el primer par de clientes: dos hombres con uniforme sucio,
recién acabado su turno de trabajo, que llegan para tomar un café
con leche bien caliente antes de partir hacia sus casas a dormir. La
camarera intercambia apenas unas pocas palabras con ellos, más por
costumbre que por otra cosa, y los deja hablar entre ellos, como
buenos e íntimos amigos que son, en un rincón de intimidad de la
barra. De no ser como es, ella hablaría mil cosas sobre ellos y
sobre los demás asiduos al local, como por ejemplo que uno de ellos
lleva una doble vida como drakqueen, además de su rutina con su
esposa, cada fin de semana o que el otro es totalmente adicto a las
perversiones más extrañas, que desfoga y lleva a cabo con las
prostitutas de los burdeles de las afueras de la ciudad.
Las
mañanas transcurren tranquilas, entre magros y escasos aunque
siempre rápidos desayunos de los trabajadores de los alrededores
durante sus descansos. La chica se dedica a escuchar
involuntariamente fragmentos de conversaciones mientras va sirviendo
mesas y limpiando y recogiendo otras, pacientemente cuando alguien
viene a contar sus cosas a unos oídos extraños aunque conocidos
mientras repone las neveras, desinteresadamente cuando se encuentra
rellenando vasos y vasos con cafés. De vez en cuando llega algún
amigo o conocido suyo, con quien bromea y sonríe de forma más
natural de lo normal, recordando que su vida personal y problemas
propios la esperan en la percha del almacén, donde quedan colgados
cada día al comenzar su trabajo.
A
las una en punto siempre ocurre un casi imperceptible cambio, menos a
sus expertos ojos. La clientela habitual comienza a consumir alcohol
de forma obsesiva, mientras sus lenguas se sueltan, trayendo consigo
confesiones de todo tipo a la débil luz amarillenta de los focos. No
será la primera vez que ha tenido que morderse la lengua al oír
cómo algún paranoico cuenta sonriente que ha dado una paliza de
muerte a alguna pobre infeliz o algún otro que no queda muy atrás
ha logrado forzar a otra para que haga lo que él placiese.
Igualmente, muchas veces ha llegado a sus oídos algún que otro plan
de una mujer desesperada, organizando ya sea una huida, una escapada
amorosa o una venganza.
Al
avanzar la tarde su cansancio se va acumulando. Unos van y otros
vienen, pero todos siempre dejando sus más oscuros secretos al fondo
de la copa que van vaciando: el inocente y tranquilo anciano que se
pasea por los colegios para ver a los chiquillos corriendo de un lado
a otro y luego se esconde en unos matorrales a intentar masturbarse
sin lograrlo; la cuarentona ninfómana que no consigue satisfacer sus
ansias por muchos hombres que visiten su cama; el hombre recién
salido de la adolescencia que busca en su vaso de whisky con hielo
una solución a su vergonzoso problema de excitarse con los zapatos usados y encontrarse con un gatillazo en el momento de la
penetración; el padre de familia que fantasea a escondidas con el
vecino, quien lo ignora a sabiendas para provocar más aun su deseo
escondido; la chica morena que viene cada día y ahoga sus suspiros
cuando la camarera le sirve un nuevo botellín de cerveza; el hombre
de negocios, barrigón, que encuentra su gozo en llegar a casa y
comer hasta reventar todo lo que se pone a su alcance, quedando luego
dormido entre restos de comida y sobre un charco de su propia
orina...
Pero
al llegar la noche el mismo pensamiento ocupa la mente de la
camarera, aquél plasmado sobre la placa de madera que cuelga tras la
barra y a la altura de los ojos de todos: "Lo que aquí se diga
aquí se olvida". Todos y cada uno de los clientes de este bar
atendido por la chica de la eterna sonrisa saben, aunque nadie
interviene ni hace nada, sobre los demás. Cada uno viene con sus
cosas y se va con ellas, sin impregnarse de las de los demás. Y así,
todos mitigan sus temores, a sabiendas que pueden desfogarlos sin
represalias, a excepción de la camarera, quien hace de silencioso
árbitro en este extraño lugar. Y al llegar la hora de cerrar cuelga
su bata manchada de café, aceite y alcohol y marcha de regreso a su
casa, pensando en sus propias cosas y deseando ver la cada sonriente
de su amado, soñando antes de tiempo con cerrar los ojos para dormir
en sus brazos mientras él le susurra dulcemente lo que siente por
ella. Un perfecto premio para un duro día de trabajo como la
camarera del bar de los secretos, de las angustias y de las penas
reprimidas.
La casa de la colina
La penumbra abarca todo mi campo de visión y justo cuando un terrorífico grito ocupa el silencio, algo roza mi mano derecha. Doy un respingo al sentirlo, pero el miedo escapa rápidamente de mi cabeza al recordar que es mi hermana, quien vino conmigo a este siniestro lugar. Aunque no me arrepiento de la decisión, temo por nuestras vidas, por primera vez en toda mi carrera, más por la de mi hermana que por la mía, a quien debo dejar de permitir que me acompañe en estos trabajos tan peligrosos. En apariencia era algo fácil y simple, el conseguir alguna prueba de que en la casa de la colina ocurrían cosas extrañas... ¡Y vaya si la he conseguido! No sólo un pequeño vídeo de unos veinte segundos, sino también algunas grabaciones de sonido de alaridos monstruosos, pasos en habitaciones desiertas, chirridos de bisagras de puertas que ni se movían... Los problemas vinieron cuando subimos al ático. Una especie de garra apareció de la nada tras la pared de madera, rompiendo varias tablas cuyos pedazos quedaron esparcidos por el suelo, y rozando levemente mi antebrazo, produciéndome un par de cortes de fea apariencia y un dolor y frío casi insoportables.
Desde ese momento fue que nos apartamos hacia el otro extremo de la habitación, lejos del agujero y, por ende, de la puerta, y unos extraños ojos verdosos nos miran fijamente, sin pestañear. La noche se va acercando, y mi intuición me dice que nuestro fin llega de su mano. Asomándome a una pequeña ventana redonda y calibrando nuestras opciones, puedo deducir que no pinta nada bien la cosa: despeñarnos desde una caída de unos quince metros o dejar que ese ser venga a por nosotros. Miro a mi pequeña hermana a los ojos en la cada vez menor luz y la paz y tranquilidad que me devuelve su mirada me contagia dichos sentimientos, consiguiendo que pueda pensar con claridad. Enciendo un cigarrillo y los ojos parpadean, haciendo que una pequeña chispa salte en mi cerebro a la par que del mechero. Sonriendo, le digo a mi hermana que se prepare para correr como nunca antes había corrido y aplico el mechero a una pila de trapos viejos y añejos.
Cuando las llamas calientan y lamen con su tintineo un poco la madera podrida de la pared y del suelo, un terrible gemido desgarra nuestros oídos. Las tablas alrededor de donde estaban los ojos cruje y asoma de nuevo la garra que me lastimó el brazo, de color azul pálido fantasmagórico por lo que puedo ver. Con un grito aviso a mi hermana para darle la señal y comienzo a correr tras ella, pasando tan cerca de la garra que creí que nos alcanzaría y saltando los escalones de tres en tres mientras la luz creciente del fuego ilumina nuestros pasos.
Los crujidos y alaridos se multiplican y algunas maderas podridas se resquebrajan para desprenderse de la abandonada y débil estructura. Hemos bajado dos pisos y estamos a un último tramo de escaleras y un corto pasillo para poder abandonar este maldito lugar, cuando giro la cabeza para horrorizarme viendo una gigantesca figura que ocupa el alto y ancho del rellano de las escaleras, avanzando rápidamente y agachada hacia nosotros. Me sorprende la rapidez con la que el fuego se alimenta y crece e intento meter más prisa a mi hermana, a la que oigo respirar fuertemente buscando aire entre el aire mezclado con el grisáceo humo. Una vez abajo, la puerta que da a la calle comienza a cerrarse sola y apenas logramos salir de allí entre la humareda que se desprende de la madera de paredes, suelo y techo.
Seguimos corriendo un poco más, hasta el caminito que llega a la puerta de la casa se une a la acera de la carretera, y paramos para recuperar un poco el aliento, atento a la casa por si la figura continúa la persecución. El tejado de la casa se hunde, acompañado de una carcajada que eriza todos el vello de mi piel.
En casa, unas pocas horas más tarde, reviso con calma todas las pruebas recogidas, a las que decido añadir varias imágenes extras grabadas en el ático y durante nuestra huida. He intentado desinfectar las heridas de mi brazo y ahora apenas siento un pequeño latir en ellas. A medianoche me levanto para ir al baño y me refresco el rostro, donde unos ojos verdes de intensa mirada me observan desde mi reflejo en el espejo. Quedo paralizado y un grito de puro terror escapa de mis pulmones, que cambia hasta tal punto que llega a sonar como la continuación a la última carcajada de la ahora casa en cenizas de la cima de la colina...
miércoles, 28 de enero de 2015
Capítulo 6: Fin de revisión
Decidimos que poco podía quedar intacto y que lo que hubiese dentro seguramente habría saltado junto al pobre que se tiró primero. Subimos otro piso y continuamos con la exploración, por el momento tranquila. Apenas nos encontramos otro par de pisos abiertos, pero sin señales de nada, sin sangre o ruidos, antes de llegar finalmente a la puerta de la terraza, que se encontraba entreabierta. Mara me dijo que era bastante sospechoso, ya que de normal esa puerta estaba siempre cerrada con llave, y me acerqué sigilosamente para mirar por la rendija de luz provocada por el sol.
Lo que vi me dejó paralizado. Rastros de sangre se alejaban de la puerta. Seguí con la mirada los rastros y me encontré una multitud de zombies, de pie eclipsados sin moverse. Retrocedí hacia Mara, susurrándole lo que había visto. No teníamos muchas opciones en esa ocasión. Un enfrentamiento directo habría sido nuestro fin, ya que había por lo menos veinte de ellos y apenas teníamos nada con lo que hacerles frente. Para colmo, la cerradura de la puerta estaba rota. Mirando desde el rellano donde nos encontrábamos vimos una enorme llave inglesa tirada a un lado, seguramente lo que se usó para abrir la puerta.
Asintiendo a Mara, me dirigí a cogerla. Se podía utilizar a modo de maza, lo que me ayudaría a dar golpes mucho más fuertes y certeros que la débil barra de hierro que tenía. Aun así no me atreví a tirarla, ya que podría servir para algo más adelante. Mientras subía los últimos peldaños, varias estrategias se tomaban forma en mi cabeza. Alguna de ellas tenía que servir para limpiar la terraza, cosa necesaria para que esas cosas no tuviesen acceso libre al edificio, que creíamos medio seguro. Me agaché y levanté con cuidado la llave inglesa, pero me quedé congelado al escuchar unos pasos arrastrados justo al otro lado de la puerta.
Me giré con cuidado, conteniendo las ganas de echar a correr hacia abajo y arrastrar a Mara en la huida. Le dije con un gesto que no se moviese ni hiciese ruido y señalé hacia la puerta, con lo que comprendió que teníamos a uno justo ahí. Por la rendija vi pasar al zombi. Era un hombre adulto, sin brazos, con la camisa desgarrada por atrás, lo que dejaba visibles varias heridas en la parte media de la espalda. Estaba medio calvo, como de haberse arrancado los pelos que le faltan a tirones. Una pierna la lleva al aire, donde faltaba un gran trozo de muslo, lo que hacía que arrastrase el pie al moverse.
Tras pasar un par de minutos más volví junto a Mara. Le expuse las ideas que se me habían ocurrido para conocer su opinión y ver cuál creía que podía ser más efectiva. La primera consistía en atraerlos a la puerta y dejar que se atorasen, lo que nos permitiría acabar con unos cuantos antes de que pudiesen entrar. Luego ir peleando conforme cediésemos terreno, corriendo un gran riesgo. La segunda, intentar atrancar la puerta de algún modo, aunque significase perder el nuevo arma que habíamos encontrado. Por último, prepararles una trampa, usando como cebo los cuerpos que arrojamos por el hueco de las escaleras, cuyo inconveniente era nuestra perdición si no daba resultado. Cada plan tenía su parte mala, sólo nos centramos en discutir cuál era menos malo.
Tras decidirnos por atrancar la puerta, me acerqué de nuevo a la puerta, con cuidado de no hacer el menor ruido. Me asomé por la rendija a ver si había alguno cerca y, al no ver nada, estiré la mano para sujetar la manivela destrozada de la puerta. Armándome de valor y mirando a Mara para comprobar si estaba preparada para lo que pudiese ocurrir, tiré despacio de la puerta, que se cerró poco a poco. Pero ocurrió la fatalidad, ya que las bisagras de la puerta chirriaron justo cuando estaba por cerrarse del todo. El ruido hizo que la veintena de zombis se girasen y se abalanzasen hacia ella.
Por suerte, la puerta se abría hacia fuera por lo que cuando comenzaron a llegar y golpear ésta se cerró fuertemente. Aproveché para doblar la manivela hacia fuera, haciendo que sirviese de soporte para la puerta. Con un poco más de suerte aguantaría el peso de la propia puerta y se mantendrá cerrada, pero si llegase a soltarse la manivela, sujetada solamente por dos tornillos, nos las tendríamos que ver con el grupo suelto por las escaleras. Respiré profundamente de puro alivio, aun dudando sobre si encajar la llave inglesa en las dos anillas de cierre de seguridad de la puerta, ya que podría ser un arma magnífica.
Me resigné y finalmente encajé la herramienta para mayor seguridad. Volvimos bajando las escaleras un poco más relajados. Teníamos el portal y los rellanos asegurados, siempre que no ocurriese nada que permitiese que fuese invadido de nuevo. Habíamos obtenido las llaves de muchos de los pisos y comprobado que otros tantos se encontraban en completo silencio. Aun nos quedada un lugar por visitar y fuimos directos: el piso de la explosión. Cuando llegamos a la entrada, con la puerta medio arrancada hacia fuera y los bordes completamente chamuscados, nos paramos en silencio a mirar. Me aferré a la barra de hierro y entré primero, recorriendo el negruzco pasillo y dejando huellas en el hollín del suelo.
Mirando habitación por habitación, no nos sorprendió ver todo destrozado, con señales de una violenta pelea y con salpicaduras de manchas negruzcas. No vimos nada fuera de lo normal, ni nada que pudiese resultarnos útil. Parecía ser que las llamas se apagaron solas, por suerte. Al fin llegamos a la habitación de la explosión. Ardía una pequeña llama en la salida de la tubería del gas que reventó, y la pared que daba a la calle había desaparecido. Algunas manchas resecas de sangre adornaban el suelo, seguramente provocadas por los mordiscos de los zombis antes de que el pobre provocase que todo saltase por los aires.
Un amasijo de carne chamuscada y aun un poco humeante nos recibía a la entrada de la habitación, que parecía ser la cocina. De uno de los armarios caídos en el suelo sobresalía un gran cuchillo carnicero envuelto en una funda de pasta dura, que agarré sin dudar. Nos asomamos por la ahora inexistente pared y vomos las manchas cobrizas en el suelo, pero sin apreciar restos de cuerpos. Salimos del piso y nos dirigimos a la seguridad de la casa, donde me puse a preparar algo de comer mientras planificábamos el resto del día.
martes, 2 de diciembre de 2014
Capítulo 5: Incidente y limpieza
La noche avanzaba medio tranquila, con los gritos casi desaparecidos al caer la oscuridad y apenas oyéndose nada. Nos encontrábamos dormidos apaciblemente, abrazados, cuando una fuerte explosión hizo temblar el edificio. Nos despertamos asustados y alertas, pensando en qué había podido pasar. Le dije a Mara que se quedase en la cama y mientras me puse unos pantalones me asomé a la ventana del dormitorio. Justo cuando iba a asomarme vi caer algunos cascotes y procedí con cuidado, mirando hacia arriba. Una columna de humo negro salí del edificio, varios pisos más arriba.
Me dispuse a volver dentro y decirle lo que había visto cuando algo salió disparado desde el boquete de la pared, entre la nube de humo. Al poco otros dos objetos salieron tras el primero. Me quedé pasmado mirando cómo caían, el primero gritando y con una expresión de auténtico terror en la cara, con el cuerpo medio chamuscado y el pelo aun humeante, con trozos carbonizados de piel y los ojos abiertos, tan abiertos que destacaban en la oscuridad de la noche. El sonido que produjo al caer fue espeluznante, sonando cómo varios huesos se rompían, cómo la carne se estrelló contra el asfalto, cómo su grito se apagó de repente.
En apenas un par de segundos otros dos cuerpos cayeron tras el primero, pero me pusieron la piel de gallina. Aunque también estaban medio chamuscados, caían en silencio agitando los brazos en dirección al cuerpo que los precedía. Uno de ellos, durante una fracción de segundo, fijó su mirada en mí, abriendo la boca en una muda súplica hambrienta. Al caer al suelo, vi el que me había mirado dio de cabeza, desparramándose alrededor sus sesos sanguilonentos. El otro cayó de pie, haciendo que los astillados huesos de sus piernas sobresaliesen desgarrando la piel. Inmediatamente, como si no hubiese ocurrido nada, se arrastró hacia el primer cuerpo y mordió ávidamente su hombro, que era la parte más cercana.
Me quedé unos minutos mirando y vi que algunos seres más llegaron desde los extremos de la calle, atraídos por el ruido, por la sangre o a saber por qué. Conforme llegaban a los dos cuerpos inertes (el que cayó gritando y el zombi que estrelló su cabeza) iban agachándose para arrancar piel y músculos y comérselos. Eché otro vistazo a la parte superior del edificio y me asaltaron algunas dudas. Regresé a la cama para contarle a Mara todo lo que he visto, ya que me miraba interrogativa. Eran las cinco y media de la mañana y aun estaba bastante oscuro, por lo que decidimos intentar dormir otro rato. Al amanecer tendríamos que ir hacia arriba, a ver los daños causados por la explosión y limpiar de zombis lo que pudiésemos, intentando asegurar al máximo el hogar.
Pasaban los minutos y vi a Mara dormir algo inquieta, moviéndose sin cesar de un lado a otro. La abracé, acariciando su pelo para intentar tranquilizar sus sueños. Suspiré y cerré los ojos, obligándome a dormir para intentar acumular fuerzas. En un par de horas tendría que levantarme y salir a enfrentarme cara a cara con la pesadilla que nos estaba rodeando, cada vez más letal y cercana.
Nos levantarnos a cerca de las ocho y nos preparamos para salir a limpiar el edificio. Esta vez Mara me acompañaría, ya que era muy probable que necesitase ayuda. Me puse los guantes, un poco rígidos a causa de la sangre seca, y agarré la barra de hierro, sujetando las dos estacas en el cinturón. Ella, por su parte, cogió un par de largos cuchillos de la cocina y las llaves del piso antes de salir. En el rellano continuaban tirados los cuerpos del día anterior, lo que nos hizo pensar que quizás no hubiese zombis recorriendo el portal, pero teníamos que asegurarnos.
Bajamos a la puerta principal y vimos un cristal de la puerta roto, con los trozos por el suelo, pensando que las vibraciones de la explosión de la noche lo hubiesen destrozado. Había un pequeño charco de sangre oscura coagulada en la bajada de las escaleras, y en la calle no se apreciaba el menor movimiento. Al bajar nos fuimos asegurando que las puertas de los pisos estaban bien cerradas y nos paramos un poco en cada una, comprobando si se oían ruidos en el interior de ellos, cosa que ocurrió en dos. Volvimos al rellano del piso y escuchamos algo espeluznante, que nos hizo olvidar los golpes secos en los pisos inferiores. En la puerta de enfrente se oían arañazos.
Con un tremendo esfuerzo los ignoramos, ocupándonos en arrojar los cuerpos muertos por el hueco de la escalera, intentando no hacer caso al raro sonido que producían al caer y que dejaba eco en el interior silencioso del edificio. Subimos otra planta y vimos que las dos puertas estaban abiertas. Sin hacer ruido, miré a Mara asintiendo y me asomé con cuidado por una de ellas. Al fondo del pasillo vi a alguien de pie, así que agarré las llaves del mueble que había enfrente y rápidamente tiré de la puerta para cerrar, sin dar oportunidad a que reaccionase quien fuese que estuviese ahí. En cuanto cerré oímos cómo se acercaban pasos, acompañados luego de varios fuertes golpes contra la puerta desde la parte interior. Nos giramos atentos a la otra puerta, ya que el sonido podía atraer a alguien o algo. Esperamos unos minutos preparados para la pelea pero no ocurrió nada, así que me acerqué para asomarme.
Volví la cabeza con una expresión medio de repugnancia y medio de terror. Mara no pudo resistir su curiosidad y se asomó también, viendo con sus propios ojos lo que un poco antes habían contemplado los míos. Había una especie de esqueleto, con algunos jirones de carne aun pegada a los huesos, con la cara medio arrancada y con restos de sangre por todas partes. Un par de moscas revoloteaban alrededor y justamente giró la cabeza sin ojos, moviendo un poco la mandíbula. Su pequeño grito asustado me dio a entender lo que pasaba y entré para rematarlo de un golpe con la barra de hierro. Cogiendo las llaves, tiré de la puerta. Fuimos así, subiendo más plantas y comprobando la entrada de los pisos que veíamos abiertos, siempre cogiendo las llaves al hacerlo. Entonces, acabamos llegando al piso de la explosión y se nos planteaba una difícil decisión.
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