En
el pequeño bar de la esquina, donde cada día se reúnen los
habituales clientes, trabaja una camarera especial. Al amanecer llega
para abrir la puerta y preparar todo, hasta el momento en el que
llega el primer par de clientes: dos hombres con uniforme sucio,
recién acabado su turno de trabajo, que llegan para tomar un café
con leche bien caliente antes de partir hacia sus casas a dormir. La
camarera intercambia apenas unas pocas palabras con ellos, más por
costumbre que por otra cosa, y los deja hablar entre ellos, como
buenos e íntimos amigos que son, en un rincón de intimidad de la
barra. De no ser como es, ella hablaría mil cosas sobre ellos y
sobre los demás asiduos al local, como por ejemplo que uno de ellos
lleva una doble vida como drakqueen, además de su rutina con su
esposa, cada fin de semana o que el otro es totalmente adicto a las
perversiones más extrañas, que desfoga y lleva a cabo con las
prostitutas de los burdeles de las afueras de la ciudad.
Las
mañanas transcurren tranquilas, entre magros y escasos aunque
siempre rápidos desayunos de los trabajadores de los alrededores
durante sus descansos. La chica se dedica a escuchar
involuntariamente fragmentos de conversaciones mientras va sirviendo
mesas y limpiando y recogiendo otras, pacientemente cuando alguien
viene a contar sus cosas a unos oídos extraños aunque conocidos
mientras repone las neveras, desinteresadamente cuando se encuentra
rellenando vasos y vasos con cafés. De vez en cuando llega algún
amigo o conocido suyo, con quien bromea y sonríe de forma más
natural de lo normal, recordando que su vida personal y problemas
propios la esperan en la percha del almacén, donde quedan colgados
cada día al comenzar su trabajo.
A
las una en punto siempre ocurre un casi imperceptible cambio, menos a
sus expertos ojos. La clientela habitual comienza a consumir alcohol
de forma obsesiva, mientras sus lenguas se sueltan, trayendo consigo
confesiones de todo tipo a la débil luz amarillenta de los focos. No
será la primera vez que ha tenido que morderse la lengua al oír
cómo algún paranoico cuenta sonriente que ha dado una paliza de
muerte a alguna pobre infeliz o algún otro que no queda muy atrás
ha logrado forzar a otra para que haga lo que él placiese.
Igualmente, muchas veces ha llegado a sus oídos algún que otro plan
de una mujer desesperada, organizando ya sea una huida, una escapada
amorosa o una venganza.
Al
avanzar la tarde su cansancio se va acumulando. Unos van y otros
vienen, pero todos siempre dejando sus más oscuros secretos al fondo
de la copa que van vaciando: el inocente y tranquilo anciano que se
pasea por los colegios para ver a los chiquillos corriendo de un lado
a otro y luego se esconde en unos matorrales a intentar masturbarse
sin lograrlo; la cuarentona ninfómana que no consigue satisfacer sus
ansias por muchos hombres que visiten su cama; el hombre recién
salido de la adolescencia que busca en su vaso de whisky con hielo
una solución a su vergonzoso problema de excitarse con los zapatos usados y encontrarse con un gatillazo en el momento de la
penetración; el padre de familia que fantasea a escondidas con el
vecino, quien lo ignora a sabiendas para provocar más aun su deseo
escondido; la chica morena que viene cada día y ahoga sus suspiros
cuando la camarera le sirve un nuevo botellín de cerveza; el hombre
de negocios, barrigón, que encuentra su gozo en llegar a casa y
comer hasta reventar todo lo que se pone a su alcance, quedando luego
dormido entre restos de comida y sobre un charco de su propia
orina...
Pero
al llegar la noche el mismo pensamiento ocupa la mente de la
camarera, aquél plasmado sobre la placa de madera que cuelga tras la
barra y a la altura de los ojos de todos: "Lo que aquí se diga
aquí se olvida". Todos y cada uno de los clientes de este bar
atendido por la chica de la eterna sonrisa saben, aunque nadie
interviene ni hace nada, sobre los demás. Cada uno viene con sus
cosas y se va con ellas, sin impregnarse de las de los demás. Y así,
todos mitigan sus temores, a sabiendas que pueden desfogarlos sin
represalias, a excepción de la camarera, quien hace de silencioso
árbitro en este extraño lugar. Y al llegar la hora de cerrar cuelga
su bata manchada de café, aceite y alcohol y marcha de regreso a su
casa, pensando en sus propias cosas y deseando ver la cada sonriente
de su amado, soñando antes de tiempo con cerrar los ojos para dormir
en sus brazos mientras él le susurra dulcemente lo que siente por
ella. Un perfecto premio para un duro día de trabajo como la
camarera del bar de los secretos, de las angustias y de las penas
reprimidas.
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