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miércoles, 21 de octubre de 2015

La camarera I

En el pequeño bar de la esquina, donde cada día se reúnen los habituales clientes, trabaja una camarera especial. Al amanecer llega para abrir la puerta y preparar todo, hasta el momento en el que llega el primer par de clientes: dos hombres con uniforme sucio, recién acabado su turno de trabajo, que llegan para tomar un café con leche bien caliente antes de partir hacia sus casas a dormir. La camarera intercambia apenas unas pocas palabras con ellos, más por costumbre que por otra cosa, y los deja hablar entre ellos, como buenos e íntimos amigos que son, en un rincón de intimidad de la barra. De no ser como es, ella hablaría mil cosas sobre ellos y sobre los demás asiduos al local, como por ejemplo que uno de ellos lleva una doble vida como drakqueen, además de su rutina con su esposa, cada fin de semana o que el otro es totalmente adicto a las perversiones más extrañas, que desfoga y lleva a cabo con las prostitutas de los burdeles de las afueras de la ciudad.

Las mañanas transcurren tranquilas, entre magros y escasos aunque siempre rápidos desayunos de los trabajadores de los alrededores durante sus descansos. La chica se dedica a escuchar involuntariamente fragmentos de conversaciones mientras va sirviendo mesas y limpiando y recogiendo otras, pacientemente cuando alguien viene a contar sus cosas a unos oídos extraños aunque conocidos mientras repone las neveras, desinteresadamente cuando se encuentra rellenando vasos y vasos con cafés. De vez en cuando llega algún amigo o conocido suyo, con quien bromea y sonríe de forma más natural de lo normal, recordando que su vida personal y problemas propios la esperan en la percha del almacén, donde quedan colgados cada día al comenzar su trabajo.

A las una en punto siempre ocurre un casi imperceptible cambio, menos a sus expertos ojos. La clientela habitual comienza a consumir alcohol de forma obsesiva, mientras sus lenguas se sueltan, trayendo consigo confesiones de todo tipo a la débil luz amarillenta de los focos. No será la primera vez que ha tenido que morderse la lengua al oír cómo algún paranoico cuenta sonriente que ha dado una paliza de muerte a alguna pobre infeliz o algún otro que no queda muy atrás ha logrado forzar a otra para que haga lo que él placiese. Igualmente, muchas veces ha llegado a sus oídos algún que otro plan de una mujer desesperada, organizando ya sea una huida, una escapada amorosa o una venganza.

Al avanzar la tarde su cansancio se va acumulando. Unos van y otros vienen, pero todos siempre dejando sus más oscuros secretos al fondo de la copa que van vaciando: el inocente y tranquilo anciano que se pasea por los colegios para ver a los chiquillos corriendo de un lado a otro y luego se esconde en unos matorrales a intentar masturbarse sin lograrlo; la cuarentona ninfómana que no consigue satisfacer sus ansias por muchos hombres que visiten su cama; el hombre recién salido de la adolescencia que busca en su vaso de whisky con hielo una solución a su vergonzoso problema de excitarse con los zapatos usados y encontrarse con un gatillazo en el momento de la penetración; el padre de familia que fantasea a escondidas con el vecino, quien lo ignora a sabiendas para provocar más aun su deseo escondido; la chica morena que viene cada día y ahoga sus suspiros cuando la camarera le sirve un nuevo botellín de cerveza; el hombre de negocios, barrigón, que encuentra su gozo en llegar a casa y comer hasta reventar todo lo que se pone a su alcance, quedando luego dormido entre restos de comida y sobre un charco de su propia orina...

Pero al llegar la noche el mismo pensamiento ocupa la mente de la camarera, aquél plasmado sobre la placa de madera que cuelga tras la barra y a la altura de los ojos de todos: "Lo que aquí se diga aquí se olvida". Todos y cada uno de los clientes de este bar atendido por la chica de la eterna sonrisa saben, aunque nadie interviene ni hace nada, sobre los demás. Cada uno viene con sus cosas y se va con ellas, sin impregnarse de las de los demás. Y así, todos mitigan sus temores, a sabiendas que pueden desfogarlos sin represalias, a excepción de la camarera, quien hace de silencioso árbitro en este extraño lugar. Y al llegar la hora de cerrar cuelga su bata manchada de café, aceite y alcohol y marcha de regreso a su casa, pensando en sus propias cosas y deseando ver la cada sonriente de su amado, soñando antes de tiempo con cerrar los ojos para dormir en sus brazos mientras él le susurra dulcemente lo que siente por ella. Un perfecto premio para un duro día de trabajo como la camarera del bar de los secretos, de las angustias y de las penas reprimidas. 

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