Subo en el autobús, con la sensación de añoranza por dejar atrás lo que más quiero. Busco mi asiento y me acomodo lo mejor que puedo junto a la ventanilla, guardando mis cosas a mis pies para tenerlas a mano (una pequeña mochila con algunos objetos personales y un buen libro para el camino). Tras algunos minutos de espera, de gente pasando y buscando sus asientos, el motor del vehículo ruge, anunciando la próxima salida.
Conforme me alejo de donde estoy y me acerco a mi destino mi mente vuela por cada momento disfrutado. Mi cara se refleja en el cristal, viendo al fondo edificios de esta ciudad que abandono, recordando cada calle que he recorrido en mis innumerables paseos. Atardeceres estupendos que me emboscaron tomando un refresco en una terraza, brisas que despejaron el calor mientras me sentaba un rato para descansar de una subida de alguna cuesta, noches enfundadas en la calidez de la compañía de quien se quiere.
Se va alejando la ciudad y comienzan los paisajes labrados por la mano del hombre. Campos y terrenos cultivados, con los brotes de las plantas creciendo lentamente y sin importarles nada más. Colinas van pasando ante mi vista, verdes unas y terrosas otras. Un caminito atraviesa un campo por la mitad, como si fuese una herida abierta, por donde camina un pastor con su rebaño de ovejas. Un perro pastor juguetón corretea de arriba abajo sin cesar, meneando la cola. Mis pensamientos vuelves a irse a los días pasados, a cuando las risas afloraban de mis labios a causa de la felicidad que me embargaba, a cuando el sueño me arropaba y conseguía dormir plácidamente y con la tranquilidad necesaria para descansar plenamente.
Nos adentramos en terreno montañoso. Ahora se levantan a mis ojos grandes acantilados que ascienden casi verticales hacia la cima de las montañas. Siempre me ha impresionado la fuerza de la naturaleza en su estado puro. Mis recuerdos afloran a mi adolescencia, concretamente a una vez que hice senderismo. Fue un día divertido, caminando monte arriba con apenas un bocadillo y una botella de agua. Nos pasamos cerca de diez horas de caminata, charlando y riendo entre amigos, hasta que logramos llegar a un pueblecito para poder regresar.
Siguen acortándose los kilómetros que me acercan a mi destino, dejando atrás montañas que acogen a un río en su seno. El autobús se lanza contra una enorme cuesta que nos eleva para pasar por encima de un embalse de agua dulce. Tan dulce como el día pasado en una pequeña piscina casi desierta, con chapoteos, brazadas y abrazos. Haciendo tiempo para ir a recorrer un pueblo playero y degustar las exquisitas comidas de sus bares y restaurantes.
Ya aprecio a lo lejos mi hogar, agrandándose poco a poco y tomando forma en la bruma marina que lo envuelve. Cuando llegue tendré que ir contando los días, horas y minutos para regresar al lugar de donde he tenido que marchar. Pero las contaré encantado, porque cuando regrese una sonrisa estará esperando por mí, para darle de nuevo vida a mi corazón y hacerme sentir como nunca. Alejo de mi cabeza todo pensamiento que no sea el de volver, el de seguir volviendo por siempre, porque es lo que realmente me hace sentir feliz...
Volver al índice de Pensamientos
No hay comentarios:
Publicar un comentario